czwartek, 21 września 2017

HACIA EL HORIZONTE - JAKUB Y MALGORZATA



Andrzej Juliusz Sarwa

HACIA EL HORIZONTE (2)

cuentos insólitos

traducción de Angel Zuazo López


JAKUB Y MALGORZATA

Detrás de la ventana se hizo denso el crepúsculo sucio de tardío otoño. La lluvia repicaba en el cristal, mientras el viento aullaba entre las ramas de los altos álamos que crecían frente a la ventana.

Malgosia [N del T.- Malgosia: Dim de Malgorzata nombre femenino que corresponde a Margarita en castellano.] había regresado del trabajo hambrienta y cansada. Se quitó los zapatos con alivio en el vestíbulo y se puso las zapatillas viejas, blandas y ensanchadas por el uso. Pensó que había llegado al término otro día más. Un día exactamente igual que tantos otros que se componen de semanas, meses y años.

Hoy volvió a sentir con más dolor que otras veces la fuerza del paso del tiempo, que la arrastró más y más lejos de las verdes orillas de la juventud. ¿Feliz? Eso ya no lo sabría hoy. En cambio, sólo sabía una cosa, que la había arrastrado hacia algo que le temía inconscientemente y adonde quisiera llegar cuanto más tarde. ¿Pero acaso eso dependía de ella?

Suspiró hondo, entró al baño y abrió el grifo de agua caliente. Se lavó las manos y la cara con esmero, como si con ello quisiera despojarse de la tristeza que la embargaba. Terminó de frotarse con una toalla que ya no estaba muy limpia, pensando al mismo tiempo qué podría cocinar para los niños, quienes dentro de una hora, a lo sumo hora y media, debieran regresar de la escuela, y para su marido, quien debiera aparecerse sobre las once de la noche, porque ese día estaba trabajando en el segundo turno.

Cuando colgó la toalla en el gancho clavado en la pared, al lado del lavamanos, escuchó un timbrazo largo y agudo. Se acercó a la puerta con desgana y, descorriendo la solapita, miró a través del orificio del visor. En la densa tiniebla de la escalera percibió el contorno de una silueta humana.

--¿Quién llama? Preguntó.

Pero la respuesta fue otro timbrazo. Aunque esta vez más corto, también agudo, casi doloroso, vibrante en los oídos.

--¿Quién llama? –repitió la pregunta.

Al cabo de algunos instantes llegó hasta ella la voz apagada de un hombre:

--Abre... Malgosia.

Al sonido de aquellas palabras hizo girar maquinalmente la perilla del cerrojo y después oprimió el picaporte. La puerta se entreabrió con el leve chirrido de unas bisagras carentes de lubricación.

Una mancha rectangular de luz se esparció por el suelo del pasillo, y en medio de ella había un hombre.

De inicio no lo reconoció. ¿No sería porque no lo había visto desde hacía quince o quizá diecisiete años? ¿O sería por otra razón? Estaba frente a ella, vestía una vieja chaqueta de paño, muy raída, con la cabeza descubierta, con el cabello mojado, pegado en mechones, desde los cuales los chorrillos de agua le corrían hasta las mejillas. ¿O sería sencillamente porque precisamente era a él a quien menos esperaba de todos sus conocidos aquí y en este momento?

Permanecía parado ante el umbral con los brazos distendidos a lo largo de sus costados, mojado y quizá cansado.

--¿No me invitas a pasar? –preguntó el hombre cuando pasaron unos instantes mientras permanecían plantados y callados uno frente al otro.

--¡Cómo no! ¡Por supuesto! ¡Anda, entra!

Sin embargo, estaba ligeramente irritada y hablaba con un tono un poco alterado. ¿Por qué? Pues, ni ella misma lo sabía, incluso en sus adentros estaba molesta consigo misma porque se estaba comportando como una mocosa.

--Entra, Jakub –reiteró la invitación mientras se apartaba para darle paso al hombre.

Tan pronto como él entró en el vestíbulo, ella cerró de golpe la puerta e hizo girar maquinalmente la perilla del cerrojo.

Él se mantuvo en medio del vestíbulo como si no pudiera decidir qué otra cosa hacer, si permanecer en esta vivienda clara, cálida y acogedora o disculparse con la dueña, despedirse y salir cuanto antes al crepúsculo, que ya estaba adoptando los matices de la noche.

--¡Dios, pero cuán mojado estás!

Malgorzata se acercó al recién llegado y le ayudó a desvestirse. Cuando éste se inclinó para zafarse los zapatos, ella lo detuvo:

--¡Vamos! No lo hagas.

Lo condujo a la habitación en la que normalmente acogía a los huéspedes. Jakub se sentó en una butaca mullida, tapizada, y, lleno de curiosidad, echó un vistazo a su alrededor. Se veía que había bienestar, pero no riqueza.

En la cocina comenzó a silbar la tetera. Un silbido largo, alto, penetrante.

--Disculpa, voy a preparar el té. ¿O prefieres café? –dijo la mujer.

--Té, está bien.

Después, cuando ambos contemplaban callados los vasos llenos de un líquido aúreoambarino, y en medio de un silencio perturbado sólo por el rápido golpeteo de las gruesas gotas sobre el antepecho de chapa, Malgorzata se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

El llanto hacía temblar todo su cuerpo y las lágrimas se escurrían entre sus dedos.

Jakub se levanto de su sitio, se acercó a ella y, abrazándola con delicadeza, la acarició.

--Ya, ya está bien –murmuró Jakub mientras le besaba la cabellera.

--¡No! ¡No está bien! Está mal y lo sabes perfectamente, igual que yo.

--Pero estuvo bien...

--¡Basta! ¡No me atormentes! ¡No mientas! Pudo haber estado bien. ¡Sólo pudo haberlo estado! Pero en realidad no estuvo...

--Sí, lo sé. Todo por mí.

Dejó de llorar, se frotó los ojos enrojecidos y los párpados hinchados con el faldón arrugado de la blusa que llevaba puesta y después le miró fijamente a los ojos:

--¿Por qué lo dices?

Se encogió de hombros.

--Porque es la verdad.

Se levantó. Se abrazó al cuello de Jakub al tiempo que se pegaba a su pecho. Volvió a sollozar.

--¡Oh, Jakub! ¡Kuba! [N del T.- Kuba, diminutivo de Jakub (Jacobo).]

--Ya, ya está bien... –la apaciguó.

Después sus labios se buscaron de una manera instintiva.

El viento aullaba tras las ventanas barriendo en olas las gruesas gotas de lluvia que rebotaban de los cristales y los antepechos de chapa. De detrás de las paredes llegaba volando el sonido de un piano del que unas manos infantiles, inhábiles y deshabituadas, arrancaban una melodía simple.

Lo apartó de sí:

--Basta. Esto no tiene sentido. Tú tienes tu vida, y yo la mía. Dentro de unos minutos regresarán mis hijos de la escuela. Tú regresarás allá desde donde viniste...

--¡No! ¡No! –la interrumpió abruptamente--. Me ha costado mucho poder venir a verte, he esperado demasiado por este momento para que esos sueños se realizaran y ahora, sencillamente, sal de aquí en medio de la noche y la lluvia. Para siempre...

--Entonces, ¿en qué piensas?

--Aún no lo sé... O mejor dicho, sólo sé una cosa: seguimos perteneciéndonos... Como en aquel entonces... ¿Lo recuerdas?

Ella volvió a sentir un doloroso nudo en la garganta y las lágrimas que se le acumulaban bajo los párpados.

--Lo recuerdo. Sí, lo recuerdo. Pero, ¿y qué importa? Ya han pasado tantos años... ¿Crees que ahora, al cabo de tantos años, voy a abandonar mi casa, mis hijos y voy a correr tras ti? ¿Qué cosa más podrías darme aparte de lo que ya tengo?

--Yo mismo –dijo en un susurro apenas perceptible.

--¿Tú mismo? Podías habermelo dado entonces, hace años...

--Sabes bien que no podía.

--¡Ah, conque no podías! ¡No podías porque tenías esposa!... Y, para colmo, hijos...

Exactamente igual que yo hoy... ¡¿Y llegas ahora sin que se sepa de dónde vienes y exiges que yo haga lo mismo ante lo que tú te defendiste?! ¿Que abandone mi familia y me vaya contigo? ¿Adónde? ¿Qué es lo que ha cambiado? ¿Es que ya no tienes escrúpulos? ¿Acaso enviudaste?

--Sí y no. Digamos que estoy libre.

--¿No piensas decir nada más?

--¿Y para qué? Escucha, Malgosia. No quiero quitarte los niños. No quiero destruir tu familia. Quiero que nos pertenezcamos, aunque sea por un rato. Totalmente, hasta el fondo. No me interrumpas –alzó la mano hacia arriba--. No me interrumpas, déjame terminar lo que tengo que decir.

Se calló por un instante, como ordenando los pensamientos, después empezó a hablar a media voz:

--Sé muy bien que ni ahora ni nunca has amado a tu marido. Sé muy bien –y no me lo niegues—que durante todos estos años sólo has pensado en mí, que me deseabas y que me llamabas. Entonces, ¿por qué ahora cuando se han cumplido tus sueños exiges que me vaya?

Lo miró por unos instantes, después se cubrió a cara con las manos y se echó a llorar.

--Dios, mi Dios, qué difícil es todo esto...

--Me llamabas con el pensamiento, soñabas conmigo... Durante todos estos años has estado soñando conmigo... No, ahora no puedes sencillamente echarme.

--Kuba... Kuba... ---volvió a pegarse a su pecho buscando sus labios con los suyos.

Después se apartó bruscamente--. Está bien. Sé que tienes razón. Sí, te quise y te sigo queriendo. Pero, ahora vete. Los niños pueden venir de un momento a otro.
Él se levantó lentamente y se dirigió hacia la puerta.

--¿Puedo volver?

--¡Sí!


* * *


La tarde de aquel día de septiembre era muy calurosa. Malgorzata fue al encuentro de aquel hombre joven, no porque le gustase –sería difícil llamarlo apuesto--, sino porque se sintió intrigada.

Dos días antes, le pidió al desconocido la prestación de un pequeño favor y le dijo que a cambio lo invitaría a tomar café. Oh, pura palabrería. Ni siquiera pensó que un extraño, a quien de pronto había visto con sus ojos por primera vez (y que dicho sea de paso él también a ella), quisiera ayudarla, ni tampoco trató con seriedad la promesa de invitarlo a tomar café.

Sin embargo, entretanto él hizo lo que ella le había pedido, incluso la llamó por teléfono para decírselo.

Se sintió bastante incómoda. No tenía ningún deseo de encontrarse con un desconocido para tomar café, aunque éste se lo hubiera ganado. Sin embargo, por otra parte la atormentaba la conciencia porque debía ser fiel a su promesa, y aquel hombre también la había intrigado bastante.

Se sentó en uno de los bancos de la pequeña plazoleta, al pie del tilo alto y frondoso cuyas menudas hojas acorazonadas, aunque aún vivas, no parecían tan lozanas como para ser primavera. A pesar del calor intenso, podía sentirse en el aire el otoño que se aproximaba.

Se acercó a él, quien se levantó ante su presencia, y cuando ella le dio la mano, se la besó con una galantería anticuada, que no se ajustaba al lugar ni a las circunstancias.

--Tratémonos de tú, así será más sencillo –propuso él.

--Malgosia –respondió ella.

--Kuba – dijo él.

Se produjo un silencio embarazoso. Ninguno de los dos sabía de qué iba a hablar. Malgorzata se había puesto a pensar en si sentarse en el banco o no cuando Jakub volvió a hablar:

--¿Entonces?

--¿Qué entonces?

--Entonces tendré que reclamar el café prometido.

Ella se echó a reír:

--Vale. ¿Pero adónde iremos?

Jakub permaneció en silencio por un instante, después dijo tímidamente:

--Si estás de acuerdo, quisera invitarte a mi casa. Tengo café y pastel...

--¡Ah, pero así es la cosa! –exclamó fingiendo indignación--. ¡Me estás tendiendo un lazo!

Él sonrió con timidez y se ruborizó tanto, que ella hasta le tuvo lástima.

--¡No, no! No tenía nada malo en la mente... Dios me ampare...

Ella sabía que él lo había dicho con sinceridad.

--Entonces... está bien. Que así sea. ¡Pero recuerda que deberás comportarte bien! –le sonrió al hombre.

Por supuesto. Puedes estar tranquila.

--¿Hacia dónde vamos? –preguntó ella.

Él extendió la mano indicando la dirección. Y entonces entre los rayos del sol brilló un anillo en su dedo. Malgorzata se detuvo a medio paso.

--¿Estás casado? –preguntó y en su voz sonó una nota acusadora.

--Sí, estoy casado.

--Seguro que también tienes hijos, ¿eh?

--También tengo hijos.

Permanecieron de pie uno frente al otro mirándose fijamente a los ojos. Malgorzata titubeó. No sabía qué hacer. La razón le sugería que se despidiera de este hombre cuanto antes y siguiera su camino y lo dejara en la plazoleta. Pero por otra parte, algo la tentaba –la tentaba cada vez más-- para que en contra del sentido común, aceptara su invitación.

--¿Y dónde está tu esposa cuando me llevas a tu casa? –preguntó con una voz como si no fuera la suya. Sintió sequedad en la garganta y un pequeño espasmo que la agarró por la laringe.

--Se fue para unos días... con los niños...

Ya ella no preguntó nada más. Tomó su mano entre las suyas, después la soltó y dijo en voz baja:

--Pues, vamos...

Cuando ya se encontraron en el lugar, cuando habían probado la tarta de manzana y habían bebido café, sin saber cómo ocurrió, se sentaron uno al lado del otro. Tan cerca que ya no podían estar más cerca.

Él no se le echó encima. Mantuvo su palabra, aunque ella sintió que él hubiese preferido que fuese de otra manera. Guardaron silencio con las manos agarradas. No se miraron entre sí.

Tras la ventana abierta de par en par, el día se iba tornando gris poco a poco. La esfera aureoanaranjada de sol iba ocultándose tras el horizonte, y en el cielo sólo brillaban largas franjas de nubes de colores violeta, rojo y rosado iluminadas por debajo.

--Ya debo regresar –dijo Malgorzata.

--¿De veras? –preguntó

-- Ya debo regresar –repitió.

Y entonces se besaron con timidez y cautela. Por primera y última vez aquel día.
Cuando él cerró la puerta que conducía de la vivienda a la escalera, ella se dio vuelta para volver a mirarlo a los ojos. Se sonrieron uno al otro a sabiendas de que seguramente volverían a encontrarse.


* * *


En el ocaso de una noche resplandeciente por una miríada de brillantes estrellas, plateada por el brillo de la luna, olorosa a hojas de arce salpicadas de rocío, cuyas ramas miraban hacia la ventana abierta de la habitación, Malgorzata se sentó apoyando la cabeza sobre sus puños y recordó lo que le había acontecido por el día.

Primero sólo sintió asombro, en cuyo fondo había mucho placer. No imaginó que aquella aventura de amistad-no amistad pudiera convertirse algún día en algo mayor. Entre tanto comprendió que se encontraba en el mejor camino hacia esa dirección.

Mientras más pasaba el tiempo, mayor nostalgia sentía. Entornó los ojos, evocando a Jakub bajo los párpados. Ya sabía que lo que se había revuelto en su interior durante la pasada tarde era... amor.

Pero poco después fue como si despertara.

Por una parte no podía deshacerse de la imagen de Jakub, por la otra sabía que ese sentimiento y esa amistad no tendrían ningún futuro. Ella no era una conquistadora sin miramientos, no sería capaz de quitarle los hijos a su padre...
Se durmió cuando empezó a grisear el horizonte por el oriente.

* * *

--¡Malgosia!

--Volvió la cabeza. Jakub corría tras ella por la acera casi desierta. Ella no se detuvo, al contrario, apresuró el paso.

--¡Malgosia!

Volvió a llamarla, pero ella estaba sorda a su llamado. Le dio alcance jadeando levemente y la agarró por el brazo con fuerza. Ella se libró de él con violencia.
--¿Por qué huyes? –preguntó--. ¿Qué ha pasado?

--Nada. Sencillamente no quiero encontrarme más contigo.

--¡¿Pero, por qué?! ¡¿Por qué?!

Ella aceleró aún más sus pasos.

--¿No podrás explicármelo? ¿Pero si ayer eras totalmente distinta!

--Es posible. Además... no pienses en lo que ocurrió ayer. Nada de esto tiene sentido... Ningún sentido... Ningún futuro...

Salió corriendo hacia adelante sin mirar a Jakub. En cambio, él se detuvo y contempló –estuvo contemplando un rato— la silueta de la muchacha que iba desapareciendo en la perspectiva de la calle hasta que se ocultó tras el recodo del muro de un viejo edificio desconchado.

* * *

Malgorzata no sabía vivir sin Jakub. No era capaz de imaginar el futuro sin Jakub. De día soñaba con él, por las noches le llegaba en alucinantes sueños. Intentaba luchar contra aquel embriagamiento, pero no sabía cómo.

Pensó que el mejor antídoto para ese amor tonto e infantil sería otro hombre. Pero no apareció. Se encontró varias veces con éste, con aquél, pero aquellos encuentros en lugar de permitirle olvidar a Jakub, al contrario, le hacían a Malgorzata recordarlo dolorosamente.

Debía tener un aspecto y un comportamiento distinto que de costumbre, toda vez que sus amigas y su familia habían notado que había cambiado mucho. Para peor.

Bastante tiempo duró su lucha interna, desde septiembre hasta abril del año siguiente.

La primavera había llegado de cierta manera, antes que de costumbre. Los días cálidos y soleados, la hierba fuertemente reverdecida y una mayor cantidad de flores daban fe de que el invierno se había marchado de una vez.

La mañana había sido tranquila y Malgorzata estaba de mejor humor que de costumbre. Al amanecer, cuando se despertó y permaneció tendida con los ojos cerrados, volvió a repensarlo todo. Y entonces --al cabo de varios meses de ansiedad e indecisiones—comprendió finalmente que o bien regresaba y se entregaba a Jakub o nunca más recuperaría el equilibrio emocional, nunca volvería a ser como antes de conocerlo.

Desde el momento en que tomó esta decisión, se sintió mucho mejor. El mundo le volvió a parecer claro y amistoso, le pareció que había perdido el tono gris mientras que recuperaba sus matices. No reflexionó en qué forma volvería a Jakub, pues él, por su parte, ya hacía mucho tiempo que había desistido de luchar por ese amor.

Al principio trató de convencerla para encontrarse, mediante llamadas telefónicas, cartas, acercándose a ella en la calle. Sin embargo, se percató de que esto no daba ningún resultado, porque Malgorzara continuaba siendo inflexible, lo esquivaba como podía. Comprendió que sus diligencias eran inútiles y que se estaba arriesgando a hacer el ridículo.

* * *

Malgorzata iba caminando despacio por esa misma acera, por esa misma calle por la que un día huyó de Jakub. En su mente le daba vueltas cierta idea tan tonta como importuna:

“Si me lo encuentro ahora, todo se arreglará. Seré feliz con él”.

Lo divisó en el quiosco, donde estaba comprando cigarrillos.

--¡Jakub! –gritó.

Asombrado, echó un vistazo detrás de sí. Asombrado miró a a muchacha. Ahora ella no sabía cómo debía comportarse y qué debía decir. Pero debía decir algo.

--¿Qué tal te va?

Sólo eso le pasó por la cabeza. Quizás comprendió cuán difícil, torpe y tonto había sido su saludo.

--¿A mí? Ni mal, ni bien. Normal –respondió él.

Permanecieron parados un rato uno frente al otro en silencio. Por fin Malgorzata habló de nuevo:

--¿Adónde fuiste?

--A pasear, al parque. Si tienes tiempo y deseos, puedes acompañarme.

--Sí –aceptó sin titubeos.

Estuvieron sentados un rato muy largo en un banco incómodo y duro del parque. Aun cuando hablaron poco, se dijeron todo lo más importante.

Y desde entonces en cuanto tenían una oportunidad, se escabullían de la casa en pos de unos encuentros que debían quedar en secreto. Así transcurrió la primavera y pasó el verano. El amor de los dos crecía y se embellecía, aunque nunca --¡qué difícil es de creer!—fueron más allá de un beso.

Se deseaban mutuamente, pero Malgorzata no quería cruzar ese estrecho límite entre el amor ideal y el carnal. Prefería que todo quedara tal cual era –irrealizado. En realidad, de otra forma: que fuesen conscientes de que la realización de ese amor estaba muy, pero muy cerca, al alcance de la mano, sin embargo renunciaban a él premeditadamente.

Ella, apenas había dejado de ser una niña y en sus faldones llevaba ese amor infantil, aunque también sentía las necesidades del cuerpo. Él, por aquel entonces un hombre maduro atormentado por el deseo, no presionaba a Malgorzata, no insistía, no se le echaba encima, respetando una decisión que resultaba lastimera para él. ¿Lo habrá hechizado aquel amor tan puro? ¿No sería que temía perder esa primera y única mujer de su vida, que lo había elegido por necesidades del corazón, y no como su esposa por motivos de interés?

* * *

Pasó furtivamente entre los edificios con la cabeza gacha. Le pareció que toda la gente con la que se cruzaba, la miraba con reprobación. De manera que aceleró el paso. Casi subió corriendo las escaleras. Se detuvo frente a una puerta conocida. El corazón le latía en el pecho como enloquecido: por el esfuerzo, por el temor, por el nerviosismo. Por segunda vez habría de entrar en esa vivienda. Estuvo allí hacía un año...

Tocó a la puerta delicadamente, temiendo que si tocaba con más energía podría despertar la atención de los vecinos. Jakub estaba alerta. La puerta se abrió sin hacer ruido y, cuando ella entró en el vestíbulo, también se cerró silenciosamente.

Se sentaron juntos abrazados. Toda aquella tarde de otoño prematuro fue como un largo beso. Había empezado a oscurecer cuando Jakub intentó traspasar ese estrecho límite, que aún los separaba. Él quería la unión. Ella sintió cómo él temblaba por completo. Este temblor se trasmitía también al cuerpo de ella.

No protestó cuando él la colmó de besos en su pecho descubierto. Cerró los ojos esperando la última acción.

Pero de pronto Jakub se apartó de ella. Abrió los ojos asombrada, se arregló la ropa maquinalmente y lo miró. Él estaba sentado en el borde del sofá con la cara cubierta por las manos.

--¿Qué ha pasado? –preguntó Malgorzata. En su voz podía apreciarse el enojo--. ¿Qué ha pasado? –repitió irritada.

--Perdóname. Perdóname, querida –dijo Jakub--. No puedo, no puedo...

---¿Por qué? ¡Tonto! –lo estrechó entre sus brazos y unió su mejilla con la de él--. Te ayudaré –alisó delicadamente con la yema de los dedos los desgreñados cabellos del hombre...

--No es eso, Malgosia. No es lo que estás pensando. Yo... pero entiéndeme bien... yo no podría hacerte daño... Yo... yo sencillamente después de esto tendría que quedarme contigo... Elegir la vida sólo contigo...

Sintió opresión en la garganta. Logró balbucear una pregunta con dificultad:

--¿Entonces?

--¡Tienes que comprenderme!

--Entonces, ¿por qué no te quedas sólo conmigo?

Se asustó por la osadía de aquellas palabras. No se entendía a sí misma. No sabía de dónde había sacado valor para pronunciarlas. Ella sabía muy bien que nunca, nunca sería capaz de luchar por él. De quitárselo a su familia. De apoderarse de él.

Jakub no pudo resistir su mirada. La expresión de unos ojos azul oscuros, casi azul marino, en los que se dibujaban asombro y acusación al mismo tiempo. Unos ojos que parecían gritar:

--¡Me has engañado! ¡Me has engañado!

--No puedo abandonar a mis hijos –murmuró.

--Sí, comprendo...

Permanecieron sentados largo rato en silencio. Él trató de tomarla de la mano, ella la apartó de un tirón y se desplazó hacia el otro extremo del sofá.

Los minutos fueron pasando lentamente, fueron convirtiéndose en horas. El cielo se fue oscureciendo tras la ventana, el crepúsculo fue saliendo de todos los escondrijos y se esparció a su alrededor. Se encendieron las farolas de las calles.

--Debo irme ya –dijo Malgorzata.

--Sí, lo sé –respondió Jakub.

La acompañó al vestíbulo. Puso la mano sobre el picaporte.

--Recuerda, Malgosia, no podía ser de otra manera... Te amo demasiado, no tendría el valor de hacerte daño. Pero tampoco tengo derecho de hacerle daño a mis hijos. Que todo quede como antes de nuestro primer encuentro.

Ella sintió que él sufría. Compartía su sufrimiento, pero no podía despertar ni una pizca de lástima hacia él.

--Te amo, Malgosia.

Se echó a llorar. Jakub la estrechó entre sus brazos mientras ella se adhirió al cuerpo de él con todas sus fuerzas. Poco después se apartó bruscamente.

--Me debo ir ya –volvió a decir.

--Siempre te amaré...

--Yo también...

Salió al oscuro hueco de la escalera. Fue bajando aferrándose convulsivamente al pasamanos. La puerta se cerró silenciosamente detrás de ella.

Se quedaron solos, cada uno con su amor. Con ese amor que a cada uno de ellos le parecía único y lo más importante. Con ese amor que no logró realizarse. Con ese amor que no debió nunca cumplir los anhelos... ¿Nunca? Quizá nunca... Seguramente nunca...

„Nunca” – esa palabra latía dolorosamente en las conciencias de Jakub y Malgorzata. No dejaba lugar a la esperanza. Dura y cruel.

Al separarse de Jakub, la muchacha no regresó enseguida a su casa. Estuvo errando largo rato en medio de la noche por las callejuelas desiertas. Intentó rezar para que Dios lo revirtiera todo, para que le diera su hombre, al que amaba. Al mismo tiempo se dio cuenta de lo absurdo de aquel rezo, de su blasfemia.

Una luna grande fue navegando hacia el oscuro firmamento azul. En las ventanas de las casas empezaron a apagarse las luces.

* * *

Pasaron los días y las semanas. Se sucedieron las estaciones del año, pero ni Jakub ni Malgorzata recuperaron la tranquilidad espiritual. Se evitaban mutuamente, después –cuando transcurrió un año, tal vez año y medio—dejaron de verse para bien de los dos.

* * *

Malgorzata estaba sola. Su marido había partido con los niños para varios días. Se las ingenió con mucho esfuerzo y se mantuvo en sus trece para no viajar juntos a casa de sus suegros, a quienes no soportaba. Lo que a fin de cuentas era recíproco.

Se puso de pie junto a la ventana, detrás de la que el anochecer se espesaba muy rápido. Se quedó mirando irreflexivamente los gruesos copos de nieve que caían silenciosos del cielo cubierto de nubes. Contempló cómo se depositaban sobre todas las cosas formando una capa cada vez más gruesa a su alrededor.

Tembló ante el sonido agudo del timbre de la puerta.

“¿Quién será esta vez?” –pensó con desgana--. “Seguro que es alguna vecina”.
Pasó al vestíbulo sin apresurarse. Hizo girar la llave y abrió. Tras la puerta estaba Jakub.

Asustada con su presencia, echó una atenta mirada al pasillo y lo haló hacia adentro, a continuación cerró la puerta con rapidez.

Lo miró, ahora con cierta irritación:

--¿Por qué no avisaste que ibas a venir?

--Es que no pude. Además... además no era necesario.

---¡¿Cómo que no lo era?! ¡¿Cómo que no lo era?!

--Como siempre. Yo sabía que hoy, a esta hora, estarías aquí sola.

--¿De dónde lo sabías? ¿Nos estás espiando?

Jakub se echó a reír:

--No no os estoy espiando. Simplemente lo sabía y basta. No insistas, no me preguntes. En definitiva, eso carece de importancia. ¿Acaso no te sientes feliz de que volvamos a estar juntos?

--Sí, muy feliz –respondió Malgorzata mientras le rozó levemente la mejilla al recién llegado.

Aunque ya había oscurecido por completo, no encendieron las luces...

...Y después, después permanecieron tendidos en silencio uno junto al otro. Sus cuerpos no se tocaron. No necesitaban nada más.

Los ecos de la vida se acallaron poco a poco y se extinguieron. Sólo los sonidos vagos de una triste melodía llegaron a sus oídos de detrás de las paredes. Al final también se acallaron.

La nieve caía y caía. Unos copos grandes y felpudos descendían del cielo. No se arremolinaban en el aire. Contemplaron cómo entre el destello anaranjado de las lámparas de sodio se depositaban en el antepecho exterior de la ventana...

--Háblame de ti. ¿Dónde vives?, ¿cómo vives? Todo lo que sea de ti –dijo Malgorzata.

--¿Y para qué? ¿No te basta con que esté a tu lado? No te basta que por fin, al cabo de tantos años, nuestros deseos se hayan cumplido? ¿Que pertenezcamos uno al otro? ¿Hasta el final?

--Sí, seguro que sí. Pero...

--¿Pero qué?

--Es que quisiera saber algo más. Por pura curiosidad.

Jakub no respondió a esto y volvió a hacerse el silencio.

--Escucha, Kuba... ---Malgorzata no se daba por vencida.

--Pregunta. Quizá te responda, quizá no...

--Escucha, Kuba... Dime, pero dime con sinceridad. ¿Qué te ha hecho cambiar para que te comportes de una manera tan distinta de como entonces, como hace muchos años? ¿Ya no tienes remordimientos? ¿No te atormenta la traición que estás cometiendo?

--No estoy cometiendo ninguna traición.

---¿Cómo que no? ¿Entonces te divorciaste o enviudaste?

--Ni una cosa ni la otra.

--Entonces soy yo la que no entiende nada. ¿Habrás cambiado tanto? ¿Lo que hace años para ti era malo, de pronto dejó de serlo?

--No, mi opinión sobre este asunto no ha sufrido ningún cambio. Es que... más bien han cambiado las circunstancias. Ahora son diferentes...

--¿No te molesta que yo traicione a mi marido?

--No, no me molesta. Es tu problema, no mío. Además... no se puede traicionar a alguien a quien nunca se ha amado.

--Eres cínico.

--Es posible.

Se abrazó a él. Y una vez más todo dejó de existir por mucho, mucho tiempo. Hasta el tiempo dejó de existir...

Y la nieve siguió cayendo y cayendo, espolvoreada, sienciosamente del cielo.

Reposaron tendidos uno al lado del otro, esta vez escuchando atentos unos murmullos indefinidos, que no se sabía desde dónde llegaban a sus oídos. La farola de la calle, que se erguía casi exactamente frente a la ventana y cuya luz dispersaba la penumbra que reinaba en la habitación, de pronto centelleó y se apagó.

Los envolvió una oscuridad espesa, casi tangible.

Malgorzata se sintió incómoda. No porque le temiese a la oscuridad, sino porque de ningún modo quería quedarse sola. Necesitaba a otra persona. Necesitaba tener sensación de seguridad, tener conciencia de que había alguien que la protegería si surgiese la necesidad.

--Lo siento, Malgosia. Se me acaba el tiempo. Tendré que irme ya...

--¡No! ¡Kuba! ¡Por favor, quédate! Quiero estar contigo. Hasta que amanezca.

--Yo lo quisiera también, pero eso es imposible. No me pertenezco del todo a mí mismo...

--No te entiendo. ¡¿Le temes a tu mujer?! ¡¿Eso es?! –gritó irritada.

--Ya te lo he dicho. Aquí mi mujer no tiene nada que ver. ¿Por qué siempre vuelves a lo mismo?

Cuando él salió, ella cerró la puerta y sintió un vacío horrible, muy extraño, que crecía de todas partes. Nunca antes había experimentado nada igual. Era ella misma, pero al mismo tiempo aislada de la realidad material del mundo que la rodeaba, el yo puro.

* * *

Era una tarde de domingo en una primavera temprana que presagiaba la pronta llegada de largos días de calor. El sol regocijaba la grisura de las calles, las casas y los árboles de copas desnudas con un destello dorado que causaba que hasta la sucia nieve que se ocultaba por los rincones y los escondrijos, pareciera de alguna manera distinta, no tan triste y repulsiva como antes, cuando las nubes grises cubrían el cielo.

Malgorzata iba caminando sola. Evitaba los grupos de gente que transitaban por la ancha acera en dirección contraria. Caminaba por caminar. No sabía adónde iba ni para qué. La rabia, la tristeza y el dolor que se habían acumulado en ella durante muchos días y que había experimentado cuando nos traiciona un ser querido, la hacían correr hacia adelante, hacia cualquier parte.

No había visto más a Jakub desde aquella noche invernal... Primero aguardó, se ilusionó, tuvo esperanzas, pero a medida que fueron pasando las semanas y él no apareció, comprendió que quizá nunca más lo volvería a ver. A menos... que lo buscara ella misma...

La rabia superó a la mojigatería. Sí, ahora ya estaba segura de que tenía que buscarlo... que tenía que escupirle la cara.

El hijo que llevaba en su vientre se movió bruscamente, como si se contagiara con la intranquilidad de la madre.

El hijo... de Jakub...

Si no fuese por el niño, de seguro no hubiese revuelto más este asunto. Él había llegado nadie sabe de dónde, y se había marchado nadie sabe adónde. En definitiva, ella no era una adolescente ingenua, sabía lo que estaba aceptando. Pero entre ellos se estableció un lazo que no había modo de romperlo –un lazo creado para la existencia de un nuevo ser.

Y por eso no podía dejar a Jakub en paz. Tenía que encontrarlo sólo para decirle que será el padre del hijo de los dos. No quería nada de él, únicamente que lo supiera...

--¡Dígame! ¡¿Dígame?!—una voz femenina fuerte y desagradable la arrancó de su ensimismamiento.

Malgorzata volvió en sí delante de la ventanilla de venta de billetes en la estación de ferrocarril.

--Disculpe, señora, me entretuve pensando.

Desde detrás de la ventanilla la mujer se encogió de hombros.

--Entonces, ¿para dónde desea el billete?

* * *

Las ruedas de hierro del tren golpeaban rítmicamente los rieles. Tras la ventanilla el mundo se fue tornando gris, después lo cubrió la oscuridad. Ya había caído la noche cuando se bajó en la estación ferroviaria de la ciudad, en la que un día, hacía años, había conocido a Jakub.

No sabía muy bien qué hacer consigo misma. Estuvo errando un rato sin rumbo por las calles desiertas, fijándose en las apartadas ventanas. Lejos, por algún lugar, aullaba un perro.

Regresó a la estación. Compró un vaso de té y un paquete de galletas en una cantina sucia y sórdida que apestaba a guisado de col, fritura y a algo más de olor indefinible y desagradable. La noche se alargaba infinita. Intentó dormitar y, al parecer, lo consiguió porque cuando sobre el té sin tomar volvió a mirar al reloj eléctrico redondo y grande, sus manecillas negras señalaron que eran las cinco de la mañana.

Frotó con los dedos los restos de sueño en sus párpados y enderezó los adoloridos huesos.

“Es muy bueno –pensó--. Es muy bueno que sea tan temprano. Seguro que aún no ha salido para el trabajo”.

Echó a andar con paso resuelto hacia la salida.

Aunque ya habían pasado tantos años, no había olvidado el camino. Vaciló por un momento cuando se encontró frente a la puerta de la escalera que conducía a la casa de Jakub. Fue caminando despacio, muy despacio, como si estuviese contando los escalones, mucho más tiempo de lo que debía tardar. Pero después se sobrepuso y con un movimiento decidido oprimió el botón del timbre una vez, otra y otra más.

El ruido agudo y estridente vibró desagradablemente en sus oídos. Durante un rato no sucedió nada. Después desde el fondo de la casa llegó a los oídos de Malgorzata el rumor de unos pasos.

La mano de alguien hizo girar la llave en la cerradura, la que carraspeó un par de veces y las puertas se entreabrieron chirriando. En la puerta había una mujer que ya no estaba en su plena juventud. Asombrada y evidentemente sorprendida, examinó con la mirada a Malgorzata, sin comprender por qué esta desconocida la había despertado a deshora.

--Señora, ¿qué la trae por aquí? –preguntó bostezando al mismo tiempo.

“Ajá, así que esta es mi rival. Ahora no me sorprende que, para variar, Jakub haya venido a mí. Es una menegilda vieja y repugnante. Una bruja” –pensó Malgorzata al tiempo que lanzó sobre la mujer una mirada cargada de odio, aunque mirando las cosas con objetividad, era aquella quien debía odiar a Malgorzata si supiera lo que significaba para él.

--Bien, ¿dígame señora? ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién es usted y qué desea tan temprano?

--¡¿Qué es lo que quiero?!¡No es asunto suyo! –repuso Malgorzata con descortesía y alzando la voz--. Por favor, sólo dígame si Jakub se encuentra. ¡Tengo que verlo inmediatamente!

--¡¿A quién?!

La mujer parpadeó, evidentemente asombrada y sorprendida.

--¡Pero si se lo he dicho por lo claro! ¡Haga el favor de llamar a Jakub!

--Me temo que eso no sea posible.

--¡¿No lo va a llamar?! –imprecó Malgorzata enojada, sintiendo como se arremolinaba la cólera dentro de ella y se transformaba en rabia salvaje e incalculable--. ¡¿No lo va a llamar?! ¡Entonces yo misma lo voy a buscar!

Dio un empujón a la mujer y entró al vestíbulo. Pero, una vez allí, vaciló por un instante en qué puerta debía entrar.

--¡Señora! –le llegó desde atrás la voz de la ama de la casa.

--Aquí usted no encontrará a nadie más que a mí.

Malgorzata se dio vuelta hacia ella:

--¿Y Jakub? ¿Dónde está Jakub? ¡Tengo que verle!

La mujer movió la cabeza negativamente.

--Jakub está muerto –suspendió la voz por un instante-- ...en noviembre se cumplirán diez años de su muerte.

A Malgorzata se le turbó la visión.

--¿Qué...? ¿Pero... cómo...? –tartamudeó.

--Lo que le estoy diciendo... en noviembre...

Pero ya Malgorzata no la escuchaba. Salió corriendo de la casa. Iba a todo correr por las calles que tenía delante. Detuvo el paso sólo cuando apareció ante ella la puerta de entrada del parque.

Se sentó en un banco, en el mismo banco en que hacia años se había sentado con Jakub. Intentó organizar sus ideas.

“¡Oh, Jesús, esto es una pesadilla!”

El niño que llevaba en su vientre pataleó de repente. Esto la devolvió a la realidad. Levantó la cabeza. A lo lejos, sobre el fondo de un seto vivo de tejo divisó el aparente contorno de una figura masculina. Se puso de pie.

--¡Jakub! ¡Kuba! –gritó, pero no oyó respuesta. Al fondo de la pared verdeoscura no se veía a nadie... Ya no sabía distinguir lo que era realidad y lo que era alucinación. El niño que llevaba dentro volvió a moverse. De una forma muy real…

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