czwartek, 21 września 2017

HACIA EL HORIZONTE - LA APARECIDA



Andrzej Juliusz Sarwa

HACIA EL HORIZONTE (3)

cuentos insólitos


traducción de Angel Zuazo López


LA APARECIDA

A ella le pareció que había llegado de algún sitio, de cierta lejanía infinita. Del negro desierto del olvido y la inexistencia. Por el momento era pura conciencia y nada más. Suspendida en un vacío impreciso, suspendida entre la existencia y la inexistencia sólo sabía una cosa: que existe, que sencillamente existe.

Y justo aquel pensamiento obsesivo palpitaba en su cerebro:

--Existo... Existo... Existo...

No sabía si transcurrían los segundos o los años. Sus ojos no registraban imágenes. Sus oídos no atrapaban sonidos. Silencio y tiniebla. Abarcadora, omnipresente, infinita...

Pero a poco, muy poco a poco empezó a darse cuenta de que comenzaba a someterse al cambio. Recuperó la sensación de su propio cuerpo. Hormigueo en los pies, los músculos de los brazos entumecidos, una desagradable opresión en la columna vertebral.

Comenzó a mover delicadamente los dedos, como si no diera crédito a que podía gobernarlos según su propia voluntad. Y ellos --¡qué alegría!—obedecían. Se doblaban y enderezaban al ritmo de las señales enviadas por su mente.

Un peso le oprimía el pecho. No, no había nada sobre él. Era sólo que el aire denso e inmóvil no quería alimentar sus pulmones y, aunque entraba en ellos, no los llenaba.

Ya era ella misma. Aparte de las sensaciones, también había recuperado la memoria. Dentro de ella se desplazaban imágenes en colores de acontecimientos pasados...

Era verano. Sí, era verano. Detrás de la ventana crecían las malvas en el diminuto jardín. Le gustaba contemplar sus flores rosadas, rojas, amarillas o blancas, que parecían sonreírle. Le gustaba observar cómo las abejas se posaban en los pétalos, después se metían adentro y, después de haber bebido el dulce néctar, salían volando con torpeza, embadurnadas de polen amarillo.

A veces también la visitaba una urraca, que era muy valiente porque ocurría que, agazapándose en el antepecho y torciendo la cabecita, se quedaba mirando a la que yacía acostada. Después salía volando graciosamente –como toda urraca-- batiendo las alas.

Le gustaba mirar las hormigas, que en procesión interminable, recorrían perseverantes el mismo y único camino del carcomido antepecho, ocultándose en la rendija que hay entre el marco de ventana y la jamba cubierta de yeso...

Le gustaba mirar mientras yacía sobre las almohadas escalonadas a sus espaldas, pues, ¿qué otra cosa podía sentir?

Las malvas florecieron. Los tallos altos que otrora fueron verdes se fueron secando y pardeando. Ya la urraca no se asomaba a la habitación porque la habitación quedó cerrada a cal y canto y hasta las hormigas se perdieron de allí.
Mucho después cayó la primera nevada. Vio cuán grandes se arremolinaban los copos en el aire y caían del cielo sin hacer ruido cubriendo la tierra. Cuando el frío se reforzaba, era capaz de meter sus dedos helados por debajo del edredón cálido y grande...

Recordó cómo tañían las campanas, convocando a la misa del gallo. Así, tendida aquí, al pasar los días y los meses, cuando las estaciones del año daban paso a la siguiente, aprendió a diferenciar sus sonidos. Tañían en La Colegiata, en la iglesia de San Pedro, en la de María Magdalena... Tañían también en otras iglesias...

Ah, cuánto deseaba poder vencer su propia debilidad, levantarse, vestirse y marchar junto con el gentío allá, donde tañían las campanas. Cuánto quería escuchar el crujido agradable de la nieve helada bajo sus pies. Cuánto quería espirar las nubecillas de vapor, cuyo sedimento se depositaba en los cabellos rebeldes que le salían por debajo del pañuelo.

Las campanas cesaron de tañer mientras que ella se quedó sola con la tiniebla. Con la tiniebla y el silencio. Tal vez haya llorado en aquel momento, pero no lo recordaba con seguridad. No obstante, sabía que un doloroso espasmo la había agarrado por la garganta y había experimentado un sentimiento de rabia impotente.

¿Y después?

Después el tiempo transcurrió uniforme. Fue cayendo acompasadamente como si fueran gotas de agua de los aleros del techo, donde el sol se calentaba y subía más y más alto en el firmamento, derritiendo la nieve sucia y endurecida...

Se habían blanqueado con cal las paredes del cuarto. Todo estaba limpio y pulcro. Olía a cal fresca, a huevos hervidos, a embutidos, a rábano silvestre y a licopodio, con el que se había adornado la comida destinada a la Fiesta de Pascua. Toda la mesa había sido guarnecida abundantemente. Vino el diácono y bendijo los alimentos. Le dijo algo a ella, ya no recordaba las palabras, pero el sentido que tenían era que Dios hace experimentar el sufrimiento para poner a prueba nuestra fe como en otros tiempos, hace siglos, puso a prueba a Hiob.

¿Y después?... Después alguien... no recuerda quién... Después alguien le trajo un ramillete de los primeros tusílagos dorados. Le sonrió a las flores. Las estrechó en su cara, absorbiendo con agrado el sutil aroma apenas perceptible de primavera temprana... Y eso era lo último que recordaba...

Ahora estaba rodeada por la tiniebla y el silencio. ¿Acaso sería de noche? Tal vez. ¿Pero por qué la cama es tan incómoda? ¿Tan dura? ¿Y por qué a sus pulmones les falta el aire?

Ya la facultad de sentir le había vuelto por completo, y junto a ella empezaron a estremecerla los temblores. Un frío penetrante atravesó todo su cuerpo, hincando cada fibra de su ser y pasando al interior de los huesos.

Empezó a temblar, a rechinar los dientes. Frío y asfixia.

“¡Oh, Dios! –pensó--. ¿Por qué aquí hay tanto frío y tanta asfixia?”

Quiso cubrirse plenamente con el edredón, metérsele por debajo con la cabeza para calentar los miembros entumecidos, pero en vano lo buscó con las manos. No había edredón. En cambio, los dedos tropezaron con algo completamente distinto. Por los ambos costados de ellas había tablas.

“¿Adónde me han traído? –pensó--. ¿Por qué me han sacado de mi cama y me han puesto en este camastro estrecho? ¡Oh, Jesús de Nazareno! ¿No me habrán hecho eso? ¿No me habrán ingresado en el hospital? Si, ahora recuerdo, aquel doctor lo aconsejó. Me quería llevar a San Jerónimo o al Espíritu Santo. Pero no estuve de acuerdo. Es que el que vaya a dar una vez al hospital, ya no saldrá vivo de allí... ¿No será que me habré puesto peor y me habrán ingresado sin mi consentimiento?”

Sintió un repentino flujo de energía. Sabía que lograría levantarse por sus propias fuerzas. En definitiva, tenía que hacerlo para comprobar dónde se hallaba. De pronto se incorporó y... con un gemido de dolor se dejó caer de nuevo sobre la espalda.

Se había golpeado la cabeza con mucha fuerza contra algo duro, algo que se encontraba muy cerquita, debajo de ella. Ante sus ojos danzaron centellas de colores dorados. Volvió a gemir quedamente. Cuando el dolor se mitigó un poco, extendió la mano hacia arriba con cuidado, para examinar al tacto contra qué se había golpeado la frente. Había sido una tabla.

La ahogaba cierto temor, un pequeño desaliento, que se iba potenciando a cada instante. Sintió una opresión dolorosa en la laringe, después le pareció que los pelos se le erizaban.

Palpó con las manos a ciegas a su alrededor.

Tablas, tablas por doquier, rugosas y aún olorosas a resina. Tablas enfrente, detrás, por los costados, tablas sobre la cabeza. Percibió con el tacto los lugares por donde se unían. Sintió las asperezas y los nudos.

No quiso admitir este pensamiento, se defendió de él con todas sus fuerzas, lo sacó de la mente. Pero obsesivo, el único lógico, regresaba... Regresaba...

Comprendió que se hallaba en un ataúd.

Un sudor frío le cubrió de gotas la frente. Una vez cuando le dijeron que el sudor puede ser frío, no fue capaz de entenderlo. Y ahora precisamente un sudor así salía de cada uno de los poros de su piel y corría a chorros helados a lo largo de sus mejillas.

“¿Entonces, así es la muerte? ¡Dios santo!”

Reflexionó adónde había ido a dar. Tiniebla y silencio. No, esto no era el cielo. En el cielo hay belleza y claridad. ¿Será entonces el infierno? ¿O tal vez el purgatorio? No, ni infierno ni purgatorio. ¡Pero si sentía el cuerpo! ¡Tenía cuerpo! Respiraba, a decir verdad, con dificultad, pero respiraba. ¿Entonces?... Entonces estaba viva, porque respirar es vivir.

Movió los labios sin hacer ruido, pidiéndole misericordia a Dios. Por fin ahora todo estaba claro y era evidente. ¡La habían sepultado viva! Se echó a llorar llena de espanto y dolor. Empezó a gañir lastimeramente como si fuese un perro.
“¡Oh! ¡Esto no! ¡Esto no! ¡Jesús, María y José, sálvadme!”

Comprendió que tenía que –aunque por unos instantes— ahogar el miedo que llevaba dentro para ponerse a pensar en la situación y ordenar sus ideas.

“Sí, estoy dentro de un ataúd. ¿Pero, dónde se encuentra? Si está en una tumba de tierra, no hay remedio. ¿Serán esos largos minutos de agonía hasta que se agote el aire en el interior de la caja? O a lo mejor... ¿A lo mejor no? En cierta ocasión había pedido que la enterraran en los sótanos de La Colegiata...”

Con gran dificultad, debido a la estrechez, se volteó hacia un costado, después boca abajo. Se alzó sobre los codos y las rodillas haciendo presión con el lomo encorvado con todas sus fuerzas sobre la tapa del ataúd. Un miedo monstruoso le multiplicó las fuerzas. Le dolía la columna vertebral, pero sin prestarle atención a ello, siguió presionando y presionando sin cesar. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano. Las fuertes tablas de madera fresca y resinosa sólo crujieron, pero sin intenciones de saltar y liberarla de la trampa.

Permaneció durante un tiempo tendida boca abajo jadeando pesadamente y recuperando las fuerzas.

Llena de determinación, no tenía intenciones de darse por vencida después de un primer intento fallido.

“Si la tierra aplasta la tapa, sólo me cansaré y no conseguiré nada...”

Volvió a alzarse sobre los codos y las rodillas y de nuevo presionó sobre la parte de arriba del ataúd. Y de pronto...

“¡Oh! ¡Gracias, Dios mío!” ... de pronto pudo escucharse un chasquido seco. Había corrido uno de los clavos que unían el fondo y la parte de arriba del ataúd.

¡Nunca antes en toda su vida relativamente corta había sentido tanta alegría como ahora! ¡Ya sabía que podía lograrlo!, ¡que sería libre! ¡Libre y saludable! Seguro que con buena salud, porque si tenía tanta fuerza, ¡eso era una señal inconfundible de que por fin se había librado de la enfermedad!

Un esfuerzo más... y otro más...

El clavo siguiente crepitó y aflojó, después, cuando acopió todas sus fuerzas por última vez e hizo presión sobre la tapa, de pronto ésta saltó, cayó hacia abajo con gran estrépito y rodó por el suelo.

Se sentó y aspiró aire a sus pulmones una, otra y otra vez más. Lo aspiró sorbo a sorbo, al punto que se mareó. ¡Era libre!

Pero enseguida, casi de inmediato, cuando el sentimiento de alegría palideció y se desvaneció, volvió a sentir frío. Se hallaba en un sótano, pero en el que reinaba una oscuridad impenetrable, así que no podía descubrir nada con la vista ni hallar un   camino que la condujera hacia la salida.

Se puso a palpar con las manos a su alrededor, y por todas partes sólo tropezaba con ataúdes. Comprendió que se encontraba en una cripta hermética, llena de muertos. La razón le sugirió que su ataúd –como no había pasado mucho tiempo desde el entierro-- habría de encontrarse cerca de la salida.

Sin embargo, ¿cómo llegar hasta allí? Aun cuando consiguiera llegar, ¿en qué dirección debería girar, por dónde seguir, dónde buscar auxilio? Pero rebozaba de confianza. ¿No estaría protegiéndola La Providencia, toda vez que había logrado expulsar la tapa y salir afuera? Se consoló con la idea de que su futuro sería benévolo.

De repente cayó en cuenta de que la oscuridad de la cripta sepulcral no era tan densa ni negra como al principio. Entonces comenzó a diferenciar los contornos de los objetos que la rodeaban. La espesa oscuridad daba paso de modo muy claro a la grisura del amanecer que despertaba.

Observó su alrededor con atención, inspeccionó minuciosamente el interior del sepulcro: en el techo mismo, tan alto que no había modo de que pudiese alcanzarlo, se veía una estrecha ventanilla rectangular de dimensiones como las de una aspillera, que se llenaba de claridad.

Su tumba se encontraba muy cerca de la puerta, a la izquierda de la entrada, y la tapa del ataúd había caído sobre un pasillo de piso de ladrillos que conducía desde la entrada hasta la pared de enfrente, sobre la que colgaba un crucifijo enorme.

Se acercó a la puerta, oprimió un pestillo de hierro grande, muy oxidado, y quiso abrirla y salir de aquel sitio repugnante. Pero la puerta no se abrió. Cerrada con llave, constituía una barrera infranqueable.

Una nueva oleada de sentimientos de horror y espanto volvió a apoderarse de ella. De modo que estaba en una trampa.

“Voy a gritar –pensó mirando la pequeña ventanilla del techo--. Voy a gritar. Alguien me oirá. ¡Alguien tendrá que oirme! ¡Vendrán y me liberarán! ¡Y me sacarán de aquí!”

Los temblores la estremecían. El frío empezó a paralizar sus movimientos, tiritaba y chasqueaba los dientes. Impotente, miró a su alrededor buscando algo que la pudiera abrigar, pero salvo las filas de ataúdes callados y algunos cabos de velas, allí no había nada.

“¡Oh, Dios! Si no me caliento, ni siquiera podré exhalar un sonido...”

Le pasó cierta idea por la cabeza, pero enseguida la desterró asustada. De manera que a medida de que su cuerpo se entumecía y cada vez más le parecía que por sus venas no circulaba sangre, sino chorritos de agua mezclada con trocitos de hielo, esto le permitió a aquella idea anidarse para bien en su cerebro.

Estuvo dando saltos durante un rato en el mismo lugar y agitando los brazos para obtener al menos un poquito de calor. Después, se frotó las manos, una con la otra para recuperar el sentido del tacto en los dedos y se acercó a la fila de ataúdes que parecían nuevos, aquellos que no se habían podrido y desmoronado al tocarlos.

Intentó alzar la tapa de un ataúd con las manos. El primero, el segundo, el quinto. Estaban asegurados fuertemente con clavos sólidos. Hasta que por fin, en uno de los siguientes intentos, cedió una tapa dejando ver su macabro contenido.

Dentro del ataúd yacía medio putrefacto un hombre vestido –vaya a saberse por qué-- con un cálido caftán de satén, forrado con piel de marta. ¡Oh, eso era lo que necesitaba! Aunque la fetidez se precipitó de golpe en su cara causándole náuseas, sabía que sólo aquel caftán podía salvarle la vida y protegerla del penetrante frío.

Asqueada, desabrochó los botones grandes, macizos, elaborados de plata ennegrecida y adornados con ingeniosa ornamentación. Levantó con asco hacia arriba uno de los brazos del difunto y le sacó una manga. Después lo hizo con la otra. Sintió bajo sus dedos cómo se desmoronaba el blando cuerpo del cadáver. Aunque no tocó directamente  la pudridez, porque la separaba de ella una gruesa capa de otras vestimentas que el difunto llevaba puestas, no pudo soportar la repugnancia y sintió cómo el estómago, arrastrándose, se le metía en la garganta.

Lo más difícil fue arrancar el caftán de la espalda. Pero de alguna manera lo logró.  A continuación, cerró el ataúd con la tapa y salió corriendo con su botín hacia la puerta. El caftán apestaba tanto que tuvo intenciones de arrojarlo, pero en ese momento el escalofrío la atacó con redoblada fuerza. Entonces se abrazó a las martas y al cabo de un rato por fin sintió alivio. Sintió calor. Pero de ninguna manera había terminado aquí su suplicio.

Ahora, para variar, el estómago le hizo recordar sus derechos. Aunque asquerosa, había conseguido ropa, pero ni siquiera podía soñar con comida.

Se sentó sobre la tapa del ataúd para descansar sobre el piso de ladrillos y se echó a llorar. El llanto le proporcionó un poco de alivio, aunque de ningún modo le mitigó el hambre.

Ese sentimiento le desgarraba las entrañas, se las aplastaba con un espasmo doloroso, se retorcía en el estómago. ¡Oh! ¡Aunque sea un bocado! ¡Un mísero bocado! Raspó un pedacito de enlucido de la pared y trató de masticarlo, pero cuando la arena crujió en sus dientes, lo escupió con repugnancia. Y entonces su vista se fijó en los cabos de vela de cera que estaban muy cerca de la puerta.

Los levantó uno a uno, los mordió y se los tragó. A pesar de que sólo fue un puñado de aquella comida, calmó el ayuno.

Entonces empezó a gritar tan alto como supo y como fue capaz de hacerlo.

--¡Socorro! ¡Auxilio! ¡¡¡Socorro!!!

Las palabras retumbaron sordas de las paredes de la cripta sepulcral y regresaron ahogadas hacia ella.

Gritó hasta donde le alcanzaron las fuerzas, después se sentó, aspiró un trago grande de aire con la boca muy abierta y descansó para volver a gritar cuando el corazón deshecho por el esfuerzo volviera a latir a ritmo acompasado.

--¡¡¡Señores!!! ¡¡¡En nombre de Dios!!! ¡Auxilio! ¡Dejadme salir!

En el sótano la grisura empezó a ceder ante la oscuridad que se volvía cada vez más densa. Transcurrió el día y nadie llegó con ayuda. Enronqueció de tanto gritar, estaba cansada, hambrienta y sedienta, se recostó semiinconsciente sobre la puerta que separaba al mundo de los muertos del de los vivos y cayó en un estado de duermevela.

La afectaron unas horribles alucinaciones, interrumpidas a cada rato por sobresaltos que la despertaban. La pesadilla del día se transformó en pesadilla de la noche. La desesperación y el espanto desterraron la alegría de la esperanza anterior.

Pero no se rindió al desaliento. Unos vestigios de fe se ocultaban en su corazón. Unos vestigios de fe, ya que tiene que volver la mañana y la liberación. Por la mañana, cuando de algún lugar remoto del Vístula, ésta empezó a traer el cantar lejano de los gallos, por fin se quedó profundamente dormida, lo que le proporcionó reposo y alivio.

Un brillo grisáceo iluminó el interior del sepulcro cuando se despertó y abrió los ojos. Sintió dolor en todos los huesos porque había pasado la noche incómodamente en cuclillas. Entonces se levantó, se enderezó, al punto que crujieron sus articulaciones.

No sintió frío, el abrigo de martas había cumplido su cometido a la perfección. Tampoco sintió hambre. En cambio, sólo le absorbía un único pensamiento:
“¡Beber! ¡Beber! ¡Beber!...”

¡Cada fibrilla, cada tendón, cada huesillo, todo su cuerpo imploraba agua, reclamaba agua, demandaba agua, anhelaba agua, echaba de menos el agua! Todo lo demás ahora –incluso hasta la salida del sótano--, todo lo demás había perdido importancia. Con tal sólo de humedecer los labios agrietados y cortados. La lengua hinchada apenas le cabía en la boca.

Advirtió que se había depositado el rocío en el muro de color blanco sucio de piedra de sillería, mucho más abajo de la ventanilla. Corrió el ataúd hacia aquel lugar, lo colocó de punta y, trepando por aquel pilar que se balanceaba, apretó los labios contra la piedra.

Lamió gota tras gota, tratando de no perder nada, de no desperdiciar nada, de no dejar pasar ninguna. Pero cuando ya las lamió todas, en lugar de mitigar la sed, sólo logró avivarla más.

Salió deslizándose del ataúd, llegó hasta la puerta de roble, cayó de rodillas ante ella, golpeó con los puños en la viga murmurando, hablando con voz ronca a los faldones del abrigo:

--¡Por las heridas de Cristo! ¡Socorro!...

Tocó sin querer su blusa con la palma de la mano en el pecho y sintió que estaba mojada. Por lo visto, cuando lamió el rocío, el tejido se empapó de humedad. Entonces la agarró con los dientes, la masticó chupando todo lo que se podía chupar y, al mismo tiempo, gimiendo quedamente.

Entonces a sus oídos llegó el sonido de unos pasos humanos. Alguien se acercaba...

“¡Gracias a Dios, por haberme escuchado! ¡Gracias, Cristo, por el auxilio!

Alguien se acercaba a la cripta.

Ya se podía oír el chirrido del hierro sobre el hierro. Entonces la llave se introdujo silenciosa en el orificio de la cerradura. El rechinido del cerrojo que cedía. Se apartó un poco para evitar que los que entraran no fuesen a caer sobre ella, de modo que se levantó sin dejar de chupar la humedad que había saturado la blusa para engañar a la sed.

La puerta se abrió con el chirrido inmisericorde de las bisagras oxidadas. Primero notó una mano con una vela, después al sepulturero que entraba. Por detrás del sepulturero se dibujaba la silueta del clérigo vestido con sotana y un birrete en la cabeza.

El enterrador se persignó primero ante su visión, después escupió tres veces y de un salto se puso junto a la mujer y empezó a tirar con violencia la blusa de la boca de ella.

“¿Por qué está haciendo esto? –le cruzó esta pregunta por la mente--. ¿Por qué?”
El hombre no cedió y le arrancó la blusa jirón a jirón, en la que ella oprimía las mandíbulas maquinalmente.

--No le dije, padre, que no nos las veríamos con un ser humano. ¡Es una aparecida! ¡Se está comiendo su propia blusa fúnebre! ¡No hace falta una prueba más evidente! –dijo el sepulturero al tiempo que derribó a la mujer al suelo oprimiéndole el pecho con las rodillas.

--Padre, deme la pala que está detrás de la puerta. ¡Que Dios nos ampare! ¡No hay otro modo!

Sin entrar a la cripta, el cura sólo se asomó lo más lejos posible de la entrada y le entregó al sepulturero el objeto solicitado.

Entonces el sepulturero se levantó y, aplastando a la mujer con un pie con todas sus fuerzas contra el suelo, al mismo tiempo le impidió poder realizar ningún movimiento.

Ella gemía quedamente, pero en aquel gemido daba a entender palabras sueltas:
--Jesús... sálvame... Jesús... sálvame...

Al oír esto, el cura penetró en el sepulcro y quiso acercarse a la mujer tendida, pero el sepulturero lo detuvo con un gesto:

--¡Esto no es otra cosa que una treta del diablo!

Después alzó la pala y golpeó potentemente con su filo en la garganta de la mujer. Ella soltó un estertor tan extraordinario que a ambos hombres les corrió un escalofrío de temor por la espalda, después empezó a moverse pataleando y arañando el suelo con los dedos.

El sepulturero no cejó, levantó la pala y golpeó, volvió a golpear y golpeó otra vez. Como si estuviese poseído por la locura, golpeó hasta que no desprendió la cabeza del torso. La cabeza rodó hasta los pies del cura, quien saltó hacia atrás horrorizado. Un grueso chorro de sangre brotó del cuello del cadáver.

Estuvo brotando largo rato, formando un gran charco. En la vítrea superficie se percibió el parpadeante reflejo de la vela.

--Padre, vaya a cumplir sus obligaciones. Yo me las arreglaré solo. Gracias a Dios hemos conjurado el maleficio que desde este sepulcro pudo haberse arrastrado por toda la ciudad. Gracias a Dios, anduvimos a tiempo...


* * *


”...esas llegan después de la muerte, cosa rara con la gente, a las que llamamos aparecidas, o vampiras, que se comen las blusas que llevan puestas, que se les sale la sangre después de muertas: lo que ellos no pueden saber como inocentes, pero las viejas malditas les arrebatan los hijos en el parto, muchas casas y familias hacen pactos con el Diablo para que no ocurran cosas raras y estos y aquellos desaparezcan; como pasó en el Año 1693 el día 6 de Marzo y aquí en La Colegiata de Sandomierz, donde varios domingos después se encontró una cabeza blanca mascándose la blusa, que se le arrancó con violencia de los dientes y después se le arrancó la cabeza con una pala y la sangre corrió del muerto como de uno vivo, yo mismo vi eso con espanto. Pero es posible que al colocarle una piedra en la boca, se rompiera aquel pactum para aquel que no quisiera arrancar cabezas”.

(PROCESO JUDICIAL SOBRE UN NIÑO INOCENTE ETC., ETC., DE X. STEFAN ŻUCHOWSKI, DOCTOR EN LEYES, ARCHIDIÁCONO, OFICIAL, ETC., DE SANDOMIR ETC. ETC., SANDOMIR 1713, pag.126).

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