Andrzej Juliusz Sarwa
HACIA EL HORIZONTE (4)
cuentos insólitos
traducción de Angel Zuazo López
ENIGMA DE UNA NOCHE OTOÑAL
Se sentó completamente lúcido como si en ningún momento se hubiese acostado a dormir en aquella noche de otoño. Miró hacia la oscuridad con ojos muy abiertos al tiempo que aguzaba los oídos porque le pareció que algún sonido le había despertado.
Sin embargo, reinaba el silencio a su alrededor. Un silencio que se tendía con un denso velo sobre todas las cosas.
Pero en este silencio y en esta oscuridad acechaba lo desconocido. Algo que había ocasionado que se desvelara y se sentara ahora a escuchar con atención y a buscar con la mirada.
Extendió la mano a tientas hacia la mesa que estaba cerca, donde había dejado por la tarde los cigarrillos y las cerillas.
Inhaló el humo con deleite.
De algún lugar, desde lejos, llegó a sus oídos el zumbido de un automóvil y el ladrido, más lejano aún, de un perro.
Ya debía volver a acostarse, pero antes se dispuso a aplastar la colilla en el cenicero cuando en un rincón del cuarto, muy cerca, por detrás de la armazón del armario macizo y oscuro, se dibujó vagamente en la penumbra la silueta de un hombre.
Se levantó de la cama de un tirón, se acercó corriendo a la mesa y encendió la lámpara de queroseno, después barrió el cuarto con mirada alerta, pero no notó nada sospechoso.
En la mesa de pino, que estaba muy deteriorada, había un vaso (restos de un pote de mostaza) con un jugo de frutas secas bebido hasta la mitad. Lo levantó y se bebió hasta el fondo el líquido que ya estaba frío e insípido.
No entendía lo que le estaba sucediendo. No obstante, comprendió que no estaba comportándose normalmente del todo. Aun cuando lo despertase algún ruido, con seguridad sería de origen natural. Podría ser el grito de algún ave nocturna o quizás el golpetear del viento contra el cristal de la ventana. Se asombró de sí mismo por haberse asustado sin ningún motivo, pero al mismo tiempo siguió revisando la habitación en busca de algo que pudiera amenazarle.
Dentro de él vibraban todas las fibras de sus músculos y nervios, y estaba seguro de que ya no se dormiría hasta la mañana. Se dió cuenta, empero, que debía descansar, porque mañana le esperaba un día difícil.
De manera que apagó la lámpara y se tendió cómodamente sobre la cama arropada, con los párpados semicerrados en busca del sueño. En vano. En cambio, en su cerebro empezaron a girar millares de disímiles pensamientos, cada uno más horrible que el otro.
De pronto recordó todos los cuentos de espíritus que había oído en su infancia. Se tumbó boca abajo, tratando de pensar en otra cosa. Se cubrió la cabeza con el cobertor, pero no le sirvió de mucho.
Estuvo atormentándose así como media hora, tal vez más. Después, molesto consigo mismo, arrojó el cobertor a un lado, volvió a encender la luz y se fue arrastrando los pies hacia la cocina. Allí, en un escondite que él conocía, es decir, en la hendidura que había entre el aparador y la pared, había una botella aún sin abrir de aguardiente casero. La sacó de allí, la descorchó, vertió hasta la mitad el pote de mostaza y de un sorbo se lo bebió. Sintió en los labios y la garganta el sabor repugnante del alcohol barato, entonces cogió del cubo un jarro lleno de agua fría y se la bebió a tragos largos, hasta que el tubo digestivo dejó de arderle.
Se sentó en el taburete de la cocina y, mirando fijamente la oscura ventana, esperó alcanzar el estado de alivio y relajamiento que siempre experimentaba minutos después de haber bebido aguardiente casero.
Pero no estaba llamado a deleitarse con el aguardiente, pues, de algún sitio del dormitorio, llegó a sus oídos un ruido real, sumamente real, que al menos no era producto de la imaginación, algo que recordaba un poco el llanto de un recién nacido.
Se puso de pie. El lloriqueo no cesaba. Sintió cómo se le erizó la piel en la espalda mientras que la frente se le cubrió de sudor frío. No tuvo intenciones de salir en busca de la fuente de ese extraño sonido. Sabía que no llegaría a él. ¿De dónde lo sabía? Eso no podía explicarlo. Sencillamente, lo sabía...
Volvió a echar aguardiente, esta vez llenó el vaso hasta el borde, y se bebió el líquido abrasador en dos o tres tragos.
El aturdimiento llegó antes de lo esperado. Y con el aturdimiento, la indiferencia.
Estaba borracho, la cabeza le daba vueltas y le entraron ganas de reírse de sus temores irracionales. Permaneció sentado en la cama por un momento.
De repente lo atrapó un sueño profundo y a pesar de que ahora llegaban ruidos inquietantes de diferentes partes de la habitación, ya no los oía. Su mujer, que yacía al lado de él, roncaba con fuerza. Ella se había corrido con desgana hacia el borde de la cama cuando por fin él se acostó a su lado.
Sin embargo, reinaba el silencio a su alrededor. Un silencio que se tendía con un denso velo sobre todas las cosas.
Pero en este silencio y en esta oscuridad acechaba lo desconocido. Algo que había ocasionado que se desvelara y se sentara ahora a escuchar con atención y a buscar con la mirada.
Extendió la mano a tientas hacia la mesa que estaba cerca, donde había dejado por la tarde los cigarrillos y las cerillas.
Inhaló el humo con deleite.
De algún lugar, desde lejos, llegó a sus oídos el zumbido de un automóvil y el ladrido, más lejano aún, de un perro.
Ya debía volver a acostarse, pero antes se dispuso a aplastar la colilla en el cenicero cuando en un rincón del cuarto, muy cerca, por detrás de la armazón del armario macizo y oscuro, se dibujó vagamente en la penumbra la silueta de un hombre.
Se levantó de la cama de un tirón, se acercó corriendo a la mesa y encendió la lámpara de queroseno, después barrió el cuarto con mirada alerta, pero no notó nada sospechoso.
En la mesa de pino, que estaba muy deteriorada, había un vaso (restos de un pote de mostaza) con un jugo de frutas secas bebido hasta la mitad. Lo levantó y se bebió hasta el fondo el líquido que ya estaba frío e insípido.
No entendía lo que le estaba sucediendo. No obstante, comprendió que no estaba comportándose normalmente del todo. Aun cuando lo despertase algún ruido, con seguridad sería de origen natural. Podría ser el grito de algún ave nocturna o quizás el golpetear del viento contra el cristal de la ventana. Se asombró de sí mismo por haberse asustado sin ningún motivo, pero al mismo tiempo siguió revisando la habitación en busca de algo que pudiera amenazarle.
Dentro de él vibraban todas las fibras de sus músculos y nervios, y estaba seguro de que ya no se dormiría hasta la mañana. Se dió cuenta, empero, que debía descansar, porque mañana le esperaba un día difícil.
De manera que apagó la lámpara y se tendió cómodamente sobre la cama arropada, con los párpados semicerrados en busca del sueño. En vano. En cambio, en su cerebro empezaron a girar millares de disímiles pensamientos, cada uno más horrible que el otro.
De pronto recordó todos los cuentos de espíritus que había oído en su infancia. Se tumbó boca abajo, tratando de pensar en otra cosa. Se cubrió la cabeza con el cobertor, pero no le sirvió de mucho.
Estuvo atormentándose así como media hora, tal vez más. Después, molesto consigo mismo, arrojó el cobertor a un lado, volvió a encender la luz y se fue arrastrando los pies hacia la cocina. Allí, en un escondite que él conocía, es decir, en la hendidura que había entre el aparador y la pared, había una botella aún sin abrir de aguardiente casero. La sacó de allí, la descorchó, vertió hasta la mitad el pote de mostaza y de un sorbo se lo bebió. Sintió en los labios y la garganta el sabor repugnante del alcohol barato, entonces cogió del cubo un jarro lleno de agua fría y se la bebió a tragos largos, hasta que el tubo digestivo dejó de arderle.
Se sentó en el taburete de la cocina y, mirando fijamente la oscura ventana, esperó alcanzar el estado de alivio y relajamiento que siempre experimentaba minutos después de haber bebido aguardiente casero.
Pero no estaba llamado a deleitarse con el aguardiente, pues, de algún sitio del dormitorio, llegó a sus oídos un ruido real, sumamente real, que al menos no era producto de la imaginación, algo que recordaba un poco el llanto de un recién nacido.
Se puso de pie. El lloriqueo no cesaba. Sintió cómo se le erizó la piel en la espalda mientras que la frente se le cubrió de sudor frío. No tuvo intenciones de salir en busca de la fuente de ese extraño sonido. Sabía que no llegaría a él. ¿De dónde lo sabía? Eso no podía explicarlo. Sencillamente, lo sabía...
Volvió a echar aguardiente, esta vez llenó el vaso hasta el borde, y se bebió el líquido abrasador en dos o tres tragos.
El aturdimiento llegó antes de lo esperado. Y con el aturdimiento, la indiferencia.
Estaba borracho, la cabeza le daba vueltas y le entraron ganas de reírse de sus temores irracionales. Permaneció sentado en la cama por un momento.
De repente lo atrapó un sueño profundo y a pesar de que ahora llegaban ruidos inquietantes de diferentes partes de la habitación, ya no los oía. Su mujer, que yacía al lado de él, roncaba con fuerza. Ella se había corrido con desgana hacia el borde de la cama cuando por fin él se acostó a su lado.
* * *
Es probable que no haya dormido mucho porque cuando abrió los ojos, reinaba una espesa oscuridad a su alrededor. Al principio no escuchó nada, pero sintió cierta presencia en la habitación. ¿No habría sido sólo una ilusión?...
No, no había sido una ilusión. A sus oídos empezaron a llegar unos quedos chillidos y un extraño sonido que recordaba un poco el gruñido de un gato cuando está enojado y quiere ahuyentar a alguien que no le resulta grato.
Algo golpeó ruidosamente el armario. Después, otra y otra vez. Asustado, se incorporó y se sentó. La cabeza le daba vueltas, mientras que la boca y la garganta secas demandaban agua. Quiso ponerse de pie, encender la luz y ver lo que estaba pasando, pero no pudo. Una fuerza atroz lo pegó a la cama. Sin embargo, no se trataba de un hombre ni de ninguna otra criatura de carne y hueso. Era como si de pronto la fuerza gravitacional hubiese aumentado inusitadamente.
Entretanto en toda la habitación resonaban los ecos de los golpes que alguien o algo estaban propinando al armario, a las paredes... Daba la impresión de que toda la casa estaba temblando en sus cimientos.
Sintió que su esposa también se había despertado y que ella tampoco podía –a pesar de que había hecho varios intentos-- levantarse de la cama.
Empleando toda su energía, siguió intentando levantarse. Y tal vez lo hubiese logrado, pero en cierto momento sintió un gran dolor en las manos. Incluso oyó cómo se le quebraban los huesos de los antebrazos. Pero también oyó un ronquido muy extraño de su mujer.
No estaba en condiciones de hacer nada. El dolor lo había paralizado, lo había inmovilizado.
Mientras tanto, la casa seguía temblando a causa de los golpes. Ahora se sacudía literalmente por todas partes. Tal parecía como si el sólido edificio alemán de mampostería de ladrillos rojos sin repellar fuese a desintegrarse en pedazos en cualquier momento.
No recordaba cuánto tiempo había durado todo, pues perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí ya había clareado bastante. Lo sorprendió el silencio total, como si fuese inalterable. Y un dolor. Un dolor horrible en ambas manos. Intentó moverlas, pero no lo logró. Sabía que tenía los huesos quebrados.
Dio vuelta a la cabeza y miró a su mujer con el rabillo del ojo.
En ese mismo instante empezó a gritar estridente, lastimosa, horriblemente.
Ella yacía a su lado ensangrentada con una gran herida en el cuello y con la garganta desgarrada. Yacía muerta y callada. Él ni siquiera sabía cómo había ocurrido eso. Estaba vivo, aunque lisiado, sin poder mover siquiera los dedos de las manos.
Un temor indescriptible le oprimió el pecho.
No recordaba cómo había podido salir a duras penas de la cama cuando llegó a casa de los vecinos. No recordaba nada. Lo único que recordaba eran los extraños e inquietantes ruidos en el cuarto oscuro, el estruendo y los golpes en la pared y en los muebles, y finalmente aquella imagen de su mujer con un pedazo de carne arrancada de la garganta.
Estuvo curándose por mucho tiempo. Lo estuvo atendiendo un practicante que de puro milagro vino a dar aquí, a los alrededores de Wroclaw, desde Zytomierz en lugar de ir a Kazajstán. Sólo que aquel practicante tenía poca experiencia. Brazos mal fijados, sanaron mal. Podía valerse de ellos, pero con dificultad.
Desde aquella noche siempre dormía con una vela encendida. Como si la luz hubiese podido salvarlo entonces. Y a su mujer.
No, no había sido una ilusión. A sus oídos empezaron a llegar unos quedos chillidos y un extraño sonido que recordaba un poco el gruñido de un gato cuando está enojado y quiere ahuyentar a alguien que no le resulta grato.
Algo golpeó ruidosamente el armario. Después, otra y otra vez. Asustado, se incorporó y se sentó. La cabeza le daba vueltas, mientras que la boca y la garganta secas demandaban agua. Quiso ponerse de pie, encender la luz y ver lo que estaba pasando, pero no pudo. Una fuerza atroz lo pegó a la cama. Sin embargo, no se trataba de un hombre ni de ninguna otra criatura de carne y hueso. Era como si de pronto la fuerza gravitacional hubiese aumentado inusitadamente.
Entretanto en toda la habitación resonaban los ecos de los golpes que alguien o algo estaban propinando al armario, a las paredes... Daba la impresión de que toda la casa estaba temblando en sus cimientos.
Sintió que su esposa también se había despertado y que ella tampoco podía –a pesar de que había hecho varios intentos-- levantarse de la cama.
Empleando toda su energía, siguió intentando levantarse. Y tal vez lo hubiese logrado, pero en cierto momento sintió un gran dolor en las manos. Incluso oyó cómo se le quebraban los huesos de los antebrazos. Pero también oyó un ronquido muy extraño de su mujer.
No estaba en condiciones de hacer nada. El dolor lo había paralizado, lo había inmovilizado.
Mientras tanto, la casa seguía temblando a causa de los golpes. Ahora se sacudía literalmente por todas partes. Tal parecía como si el sólido edificio alemán de mampostería de ladrillos rojos sin repellar fuese a desintegrarse en pedazos en cualquier momento.
No recordaba cuánto tiempo había durado todo, pues perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí ya había clareado bastante. Lo sorprendió el silencio total, como si fuese inalterable. Y un dolor. Un dolor horrible en ambas manos. Intentó moverlas, pero no lo logró. Sabía que tenía los huesos quebrados.
Dio vuelta a la cabeza y miró a su mujer con el rabillo del ojo.
En ese mismo instante empezó a gritar estridente, lastimosa, horriblemente.
Ella yacía a su lado ensangrentada con una gran herida en el cuello y con la garganta desgarrada. Yacía muerta y callada. Él ni siquiera sabía cómo había ocurrido eso. Estaba vivo, aunque lisiado, sin poder mover siquiera los dedos de las manos.
Un temor indescriptible le oprimió el pecho.
No recordaba cómo había podido salir a duras penas de la cama cuando llegó a casa de los vecinos. No recordaba nada. Lo único que recordaba eran los extraños e inquietantes ruidos en el cuarto oscuro, el estruendo y los golpes en la pared y en los muebles, y finalmente aquella imagen de su mujer con un pedazo de carne arrancada de la garganta.
Estuvo curándose por mucho tiempo. Lo estuvo atendiendo un practicante que de puro milagro vino a dar aquí, a los alrededores de Wroclaw, desde Zytomierz en lugar de ir a Kazajstán. Sólo que aquel practicante tenía poca experiencia. Brazos mal fijados, sanaron mal. Podía valerse de ellos, pero con dificultad.
Desde aquella noche siempre dormía con una vela encendida. Como si la luz hubiese podido salvarlo entonces. Y a su mujer.
* * *
Esta historia tuvo lugar poco después del final de la segunda guerra mundial en los alrededores de Wroclaw. Nunca nadie se ocupó de descifrar –qué decir aquí— este enigma tan macabro como lleno de intriga.
La Milicia y los Órganos de Seguridad tenían otros asuntos en la cabeza. Los oficiales locales ni siquiera quisieron oír el relato del hombre lisiado. Los vecinos sepultaron a su esposa. Sin sacerdote, porque por aquel entonces aún no había. El héroe de nuestra historia se marchó para la Polonia Central en cuanto recuperó la salud. No mantuvo contacto con los antiguos vecinos de Wroclaw, pues, ¿para qué?
Nunca nadie tomó nota de su relato, sólo yo ahora y al cabo de varios años de la muerte del héroe de esta narración. Cuando me relató toda su historia, estaba tan excitado como si aquella desgracia la hubiese vivido ayer mismo, y no una docena de años antes.
Lamento no haberle preguntado con mayor exactitud, pero nunca supuse que escribiría algún día lo que escuché de él. Ya hoy es muy tarde para eso. Puesto que aquel hombre falleció a finales de los años ochenta.
Ni siquiera me acuerdo de cómo se llamaba. Sólo recuerdo su nombre: Stanislaw. ¿Pero cuántos Stanislaw no hubo en aquel entonces?…
La Milicia y los Órganos de Seguridad tenían otros asuntos en la cabeza. Los oficiales locales ni siquiera quisieron oír el relato del hombre lisiado. Los vecinos sepultaron a su esposa. Sin sacerdote, porque por aquel entonces aún no había. El héroe de nuestra historia se marchó para la Polonia Central en cuanto recuperó la salud. No mantuvo contacto con los antiguos vecinos de Wroclaw, pues, ¿para qué?
Nunca nadie tomó nota de su relato, sólo yo ahora y al cabo de varios años de la muerte del héroe de esta narración. Cuando me relató toda su historia, estaba tan excitado como si aquella desgracia la hubiese vivido ayer mismo, y no una docena de años antes.
Lamento no haberle preguntado con mayor exactitud, pero nunca supuse que escribiría algún día lo que escuché de él. Ya hoy es muy tarde para eso. Puesto que aquel hombre falleció a finales de los años ochenta.
Ni siquiera me acuerdo de cómo se llamaba. Sólo recuerdo su nombre: Stanislaw. ¿Pero cuántos Stanislaw no hubo en aquel entonces?…
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